Solastalgia: cinco fragmentos
LUIS BARBOZA
Si buscan “solastalgia” en la Internet, es posible que se encuentren con el nombre de Glenn Albrecht, un filósofo australiano a quien se le atribuye haber acuñado el término. Si están con prisa y no pueden dedicar mucho tiempo a la lectura, estoy seguro que palabras sueltas se quedarán dando vueltas en su mente, a medida que van desplazando hacia arriba la pantalla táctil del teléfono. Angustia climática. Ecoansiedad. Déficit de naturaleza. Solastalgia, según parece, es todo eso. Los siguientes fragmentos de historias hacen una alusión velada a emociones de ese tipo, los escribí en momentos “solastálgicos” de mi cotidiano. Pero en ellos también hay espacio para la esperanza y la invención. Si reconocemos que los demás animales y, en general, las vitalidades otras-que-no-humanas, son capaces de organizar relatos, entonces “solastalgia” puede dar sentido a mundos de (co)existencia que resulten innovadores. Tan solo imagínense la multiplicidad de narrabilidades afectivas que pueden aflorar en esos universos creativos. Como decir: “la orquídea me hizo una zancadilla, y las dos nos soltamos a reír a carcajadas. Era el inicio de la primavera en el hemisferio sur”.
Caracoles
En el lugar donde vivo, en Porto Alegre, Brasil, también viven muchos caramujos. Es el nombre común por el que son conocidos en portugués brasileño los caracoles. Compartimos el segundo piso de un edificio en el barrio Bom Fim. El único apartamento con terraza. Así que ellos disponen a sus anchas de las partes exteriores, mientras yo intento organizar mi día a día en el interior. Debo ser cuidadoso si salgo a tender la ropa o recibir un poco de sol, no vaya a ser que acabe aplastándolos. En ocasiones, por lo general cuando las puertas plegables están abiertas, algún curioso visitante consigue entrar en el área de la cocina, entonces voy por pala y escoba, para devolverlo con el resto de su comunidad y evitar un incidente.
Tienen un tamaño visiblemente mayor al de sus congéneres costarricenses, que yo siempre veía cuando era niño y pasaba las tardes en la casa de mis abuelos maternos. Era la década de los noventa, una época en la que ser inocente aún significaba algo. Nosotros, los treintones de hoy en día, somos la última generación que creció en los espacios abiertos, brincando de aquí para allá, jugando landa, congelado o escondido. Cuando corría la cortina para curiosear sobre lo que sea que estuviese sucediendo del otro lado del vidrio, siempre encontraba caracoles en el marco de la ventana. A veces permanecían a nivel del suelo, apacibles y en el más absoluto silencio, o en las esquinas y recovecos que llevaban a las habitaciones. Ahora que soy más viejo, y quizás percibo las cosas de manera distinta, dudo que los caracoles sean así en realidad, callados, puede ser que todavía no aprendí el arte sutil de la comunicación moloscular.
Los caracoles son el elogio viviente de la lentitud, una cualidad que los humanos perdimos. ¿Capitalismo? ¿Modernidad? ¿Globalización? ¿Antropoceno? Dejaré, por lo pronto, que sean los libros de historia los que se encarguen de continuar con el debate sobre la gran aceleración. Me interesa, en cambio, lo que se quedó atrás. Nuestras pequeñas tragedias familiares, mil veces más próximas y significativas. Había que pellizcarse, se trataba del progreso. Moverse rápido, llegar lejos. En mi caso, representó dejar el país donde nací para seguir con mis estudios.
Hace un par de semanas, leí en un cuento de Rilke una frase que me causó cierta impresión: “Edwald se replegó sobre sí mismo como un caracol. Lo que unos días antes había sido un deseo ferviente, se convirtió en un peligro tan pronto amenazó materializarse”. Quizás lo que Rilke está tratando de decir es que la aspiración a una vida mejor surge del anhelo de “dejarse ir”, un acto de desasimiento en el que lo transitorio y lo permanente están entremezclados.
Me intriga lo que dirían los caracoles si les preguntáramos sobre la relatividad del tiempo y la urgencia con que tomamos decisiones los humanos. A lo mejor nos hablarían sobre el uso que damos a su baba, ese empeño obstinado en disimular el paso inexorable de los años por nuestro rostro, la obsesión para borrar el rastro de la edad en la superficie del yo que vemos diariamente enfrente del espejo.
Ya no resulta extraño que animales filósofos impartan lecciones en las universidades más prestigiosas. A mí los caracoles con los que convivo me enseñaron un modo especial de replegamiento, que consiste en construir un templo en la propia intimidad para venerar la memoria de los seres que morimos un poco cada día.
Chanchitos de tierra
La ciencia continúa identificando especies nuevas. A principios de agosto (2023), The New York Times informó de la presencia de gusanos tubulares y otros seres de aspecto lovecraftiano que viven en los respiraderos hidrotermales del fondo marino, frente a la costa occidental de Centro y Sudamérica. Fueron descritos como animales bizarros, moradores del infierno de lava y roca volcánica que yace debajo de la corteza terrestre. El descubrimiento fue hecho por SuBastian, un vehículo robótico equipado con brazos artificiales, que le permiten remover fragmentos de material geológico y recolectar muestras del suelo oceánico. Gracias a ese buceador de aguas profundas (bastante profundas, de hecho), fuimos capaces de apreciar una composición de vidas animales que habían evadido el ojo humano hasta entonces.
La noticia me hizo pensar en los chanchitos de tierra. Las pequeñas bolitas de color grisáceo que aparecían al quitar una piedra o cuando escarbaba para sacar un objeto semienterrado en el patio de la casa de mis abuelos maternos. La mayoría de veces eran trastes en desuso, que habían sido dejados allí por alguno de mis tíos solteros, a la deriva del tiempo. Esas fueron las primeras visitas que hicimos mis primos y yo a reinos desconocidos y maravillosos. Luego llegó el turno de los libros.
Al parecer, el equipo de investigación responsable del proyecto quedó sorprendido por la capacidad de los gusanos tubulares de adaptarse a ambientes con escasez de oxígeno y alta concentración de sustancias químicas tóxicas. La admiración que entonces sintieron debió ser similar al placer que experimenta un niño cuando encuentra un tesoro imaginario por primera vez, o juega libre entre los charcos que forma la lluvia, sin preocuparse por lo que ocurre alrededor.
Así era la vida a mediados de los noventa. Tener las manos sucias no constituía un acto criminal, y ensuciarse no era prueba de ningún delito. En vez de eso, se trataba de la posibilidad de devenir otro. Quizás sea más apropiado hablar de tipos regenerativos de corrupción, confabulaciones inocentes en las que participaban la tierra húmeda, los artrópodos y un grupo de chiquillos ávidos de sensaciones. Me pregunto si los chanchitos de tierra aún siguen allí. En todo caso, ya no queda nadie en la casa de mis abuelos que pueda confirmarlo. Los nietos crecimos y jamás regresamos.
Taltuzas
Las taltuzas son roedores fosoriales que pasan la mayoría del tiempo debajo de la tierra, aunque eso no impide que a veces se las pueda ver en la superficie. Construyen elaborados sistemas de túneles y galerías, en los que también hay escasez de oxígeno y alta concentración de sustancias químicas tóxicas, como el dióxido de carbono, enfrentándose a condiciones hipóxicas y de estimulación hipercápnica que posiblemente afectan la forma cómo respiran y se desplazan. Sin embargo, nadie considera que las taltuzas sean heroínas del subsuelo. Todo lo contrario, son tratadas como plaga vertebrada, que provoca daño a los cultivos de hortalizas y pérdidas económicas a los productores. Se las persigue. Se las caza. Se las “elimina”. Todos sabemos cómo terminan esas historias.
Thom Van Dooren, un filósofo australiano, dice que los humanos nos tornamos incapaces de elaborar el duelo por las especies que están desapareciendo del planeta. Según él, la privación de lo sensible es la crisis ambiental más acuciante de nuestro tiempo. ¿Será por eso que recibimos con tanta alegría el anuncio de los animales que son avistados por primera vez? Tornarse visible en un mundo opaco es un motivo de regocijo. Pero no debemos olvidar la otra cara de la moneda. Cuando participamos en el acto deliberado de destrucción sistemática de una especie, es un mundo de vida completo que desaparece, un microcosmos de vitalidad que apaga las luces de su potencia creadora y creativa. Una especie llevada a la extinción es un relato que de golpe se queda sin palabras, sin imágenes, sin ritmo y sin melodía.
Larvas del repollo
En cierta ocasión, cuando estaba realizando la investigación de campo para mi doctorado, me reuní con un trabajador de finca en un sembradío de hortalizas cerca del cráter La Olla. Luego de conversar por un rato sobre las problemáticas agrícolas de la zona, lo vi hacer un movimiento ágil y agacharse para buscar algo entre las hojas de un plantío. Al incorporarse de nuevo, extendió el brazo en mi dirección y me mostró en la palma de su mano un pequeño gusano de color verde pálido, era una larva de la polilla de repollo (Plutella xylostella). Como también ocurre en el caso de las taltuzas, esos animales se consideran una especie plaga por la pérdida económica que le provocan a los productores. De hecho, se sabe que fueron los primeros insectos en crear resistencia al dicloro difenil tricloroetano, conocido como DDT, y es muy probable que también sean resistentes al resto de insecticidas sintéticos que aún se aplican en el campo.
Debo confesar que las texturas creadas por el cuerpo del bicho en movimiento, al contacto con la piel callosa del agricultor, me parecieron conmovedoras. Había algo en la espontaneidad de los gestos que resultaba imperecedero. Incluso en la simpleza del momento podía atisbarse un halo de trascendencia. La escena acabó grabándose en mi memoria y vuelvo a ella con frecuencia. En los últimos meses, estuve pensando en los vínculos que unen a la familia de las brasicáceas (repollos, brócolis, coliflores, entre otros) con la palomilla dorso de diamante (como también se le conoce a la polilla). Tales vínculos parecen iniciar por lo semántico. Cuando decimos polilla “del” repollo, a mi entender, estamos reafirmando relaciones que son de (co)pertenencia, y no de invasión, beneficio u oportunismo.
Para indagar mejor en esas dinámicas, decidí recurrir a los textos de entomología. Algunas cuestiones que leí, de algún modo, me resultaron reveladoras. Por ejemplo, en un artículo científico se menciona que el envés de las hojas del repollo sirve de cobijo a las larvas, protegiéndolas en su indefensión, durante una etapa de crecimiento en la que son extremadamente vulnerables y sensibles a las variaciones del ambiente externo. Las larvas saben cómo envolverse, se señala en otro artículo, y por eso es tan difícil combatirlas sin dañar la cabeza del cultivo, es decir, la parte comercial más importante. Hasta ahora, la agronomía nos ha hecho saber que las larvas del repollo atacan la planta, pero, ¿qué ocurre si comenzamos a considerar que esas especies jamás han estado en guerra? Si pensamos diferentemente para escuchar la voz activa de la naturaleza, como planteó la ecofeminista Val Plumwood, quizás es posible percibir arreglos y negociaciones menos combativos entre esos organismos.
Existen especies nativas que se tornan plaga cuando son obligadas a adaptarse debido a una transformación de su nicho ecológico. Esas transformaciones por lo común son el resultado de perturbaciones antropocéntricas del paisaje. Vivimos en un planeta herido, sin duda alguna. Para sobrevivir, las especies nativas tienen que cambiar sus prácticas de relacionamiento, evaluar alternativas para interactuar con el ecosistema de modo distinto. La introducción de pinos y eucaliptos en diversos países de América Latina, como muchos saben, alteró los mundos de vida de escarabajos, hormigas y termitas nativos, haciendo que sus poblaciones se salieran de control e impactaran negativamente a múltiples ecologías asociadas.
En Costa Rica, tanto la familia de las Brassicaceae como la Plutella xylostella son especies introducidas. Ese hecho no supone diferencias significativas en su lucha por la sobrevivencia, no obstante, ante la escasa información que existe sobre el tema, no deja de ser oportuno invitar a profesionales de distintas áreas a ocuparse de su historia ambiental. Las brasicáceas, según se cree, son originarias de las regiones templadas de Europa y Asia. El origen de las polillas del repollo sigue abierto al debate, los investigadores especulan con lugares tan diversos como Europa, China o Sudáfrica. En última instancia, como también leí en otro artículo, más que dedicar años a identificar cómo y desde dónde llegaron, es más interesante detenerse a pensar por un segundo en todo lo que tuvieron que pasar para instalarse en los lugares donde (co)existen actualmente. Es posible que ambas vitalidades hayan hecho juntas el largo viaje hasta llegar a territorios desconocidos como el norte de Cartago, especies compañeras, afectando y siendo afectadas por parentescos raros.
Pulpos
Mientras escribía estos fragmentos de historias, terminé de leer Autobiografía de un pulpo, de Vinciane Despret. Licencia creativa. Es lo que sucede cuando una filósofa de la ciencia se permite experimentar con varios géneros, la ciencia ficción incluida, para ampliar los terrenos fértiles de la reflexión filosófica. Subrayé en las últimas páginas del libro una frase con un poder agudo de evocación: “la vida carga apariencias”. Es un motivo onto-poético se mire por donde se mire.
En la frase además es posible percibir la influencia de la escritora Ursula K. Le Guin y su Teoría de la bolsa de ficción: es la bolsa que lleva el cazador y no el arma la que cuenta la historia. Como la vida misma que nos transporta, que nos lleva hacia delante. La vida en la que vamos colocando lo que se acumula a medida que vivimos. Las “apariencias” que llevamos dentro, cargando con nosotros a lo largo de nuestra vida, representan todas las versiones de quienes fuimos y de quienes no pudimos ser. Es lo que somos actualmente, lo que fuimos en el pasado, en lo que aspiramos a convertirnos. Hace poco retomé la costumbre de escribir un diario, y lo más curioso del proceso fue darme cuenta de todos los pensamientos que van quedando fuera, para los que no consigo palabras adecuadas. “Que me sirva de bolsa narrativa de la memoria”, fue lo que dije cuando me decidí por fin a comprar un cuaderno y comenzar a escribir en él. Sé que es pretencioso, ¿pero qué proyecto que recién inicia no lo es? Imagino que algo similar ocurre en las imprentas, los mejores borradores acaban siendo desechados en las pruebas de edición.
Pero volvamos a Vinciane Despret y a las apariencias sobre las que está filosofando. Mencioné los motivos onto-poéticos, pero además se trata de los alegatos por la vitalidad de lo imperecedero, las adherencias, lo que no se quedó atrás, y en cambio continúa en y con nosotros. La vida. Para las autoras feministas de lo multiespecie no solo son las apariencias, también son los espectros, las coreografías, los acontecimientos y experiencias. Por último, están los simulacros de presencia, como me dijo una vez la bióloga Yara Azofeifa a propósito de los avistamientos de coyotes durante la pandemia: “lo que ellos quieren decirnos es: 'recuerden que también estamos aquí, no nos vamos a ir tan fácilmente'”.
En la historia que da título al libro de Despret, los manuscritos se descubren cuando ya casi no quedan pulpos en el planeta. La autora nos cuenta que, en el proceso de la escritura, “el pulpo se torna tinta, después agua”. Es una doble metáfora para referirse al agenciamiento del animal y al peligro de extinción. Tornándose tinta y después agua, el pulpo desaparece: es el fin.
“Ad ogni opera nata muori un poco”, escribió Primo Levi en uno de sus poemas. Es un juego de palabras metafórico, parecido al que hace Despret. Con cada obra que el artista produce, muere un poco. Pero también se puede percibir un motivo onto-poético distinto: cada obra que el artista produce contiene un poco de su vitalidad. Ese es el propósito trascendental del arte, su pulso vital. Al ser conscientes de nuestra propia finitud, creamos un arte arrebatado, que dirigimos contra la muerte para que el ser se conserve. Es el esfuerzo que parecen hacer los pulpos en el relato, conscientes de que para su especie el tiempo se agotó.