Entre la ternura y la abyección

Era, seguramente, el año 97. Salí de casa de mi novia a eso de las 11 p. m. y, más o menos, a tres cuadras me topé con una congregación furiosa de vecinos que recién había capturado a un piedrero. 

Se trataba de un piedrero conocido. O sea, una de esas personas que, a la luz del día, piden solícita y nerviosamente aquello que, durante las noches, rapiñan furtiva y eufóricamente. 

Patadas iban. Imprecaciones venían. Pescozones. Madrazos. Chiflidos. Más patadas. Súplicas. Ruegos. Y, de repente, de manera grave y solemne, el ofendido, el señor de la casa, se abalanzó sobre el piedrero, le hizo una suerte de llave lacónica y lo redujo mediante una insignificante torcedura de dedos. 

¿Por qué mi casa? ¿Por qué me hacés esto a mí?. 

Así le reprochaba. 

Supe luego que el piedrero había intentado engaletarse una manguera o una maceta y que tan venial travesura, que no llegaba ni siquiera a infringir el séptimo mandamiento, había detonado toda la articulación de rencores vecinales. 

No sé si fue por la adrenalina, la piedra, los antecedentes penales, el cemento o el alcohol de 90, pero lo cierto es que nunca antes percibí tanto miedo en una mirada. Es más, nunca antes ni después vi a un ser humano postrarse ante otro rogando clemencia. 

La escena, por supuesto, resultaba más patética que conmovedora. Tanto la furia del vecino como el recogimiento del piedrero, en definitiva, no pasaban de ser excesos propios de la lógica de masas: las mangueras y las macetas, en el uso cotidiano, se consideran bienes públicos, son inenajenables, y por otro lado, una inocua torcedura de dedos no da para rogar misericordia. 

Eso yo lo entendía muy bien. 

Y sin embargo, allí estaban los ojos leves del piedrero: unas chispas ahogadas en horror, miseria y escombros de llanto. 

Cuentan que al enterarse de que Pushkin había escrito Historia de Pugachov, un estudio sobre la vida y obra del  indómito Emelian Pugachov, Nicolas I lanzó esta frase: “Los bandidos no tienen historia”. El piedrero de mi barrio, ahora lo sé, confirmaba la sentencia zarista: era un sujeto desprovisto de historia y por eso se podía hacer con él lo que la muchedumbre deseara. 

Isabella Guanzini recuerda que la parábola cristiana ha mostrado a lo largo de siglos que solo una persona que reconoce la vulnerabilidad sabe pedir y conceder perdón. Y añade que únicamente una persona herida y expuesta, que ha experimentado el abandono y la gracia, puede abrirse a una auténtica experiencia de amor. Pero las muchedumbres, especialmente las muchedumbres modernas, metropolitanas,  son cualquier cosa excepto fecundas en experiencias de amor y de ternura: a inicios de este año el fotógrafo René Robert salió a caminar por las calles de París y, en algún momento, según parece, se resbaló y cayó al piso y nueve horas después había muerto de hipotermia. 

Reconozco que esa noche del 97 alenté y celebré los castigos infringidos al piedrero. Y reconozco, también, que terminé mi participación en la sesión de linchamiento vecinal con una espantosa y cristiana sensación de culpa. Así, embotado de una sensación de ruina moral, me fui a rulear. Y hoy, un cuarto de siglo después, quisiera no haber visto del piedrero, esa vez que lo verguearon, nada más que los ojos. 

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha